RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO G. I. GURDJIEFF
PRIMERA VISITA DE BELCEBÚ AL TIBET 2
...tan
pronto como una nueva Havatvernoni o
religión
surge entre ellos, sus adeptos empiezan inmediatamente a separarse en
diferentes
grupos creando
cada uno, a continuación, lo que se conoce con el nombre de «secta».
Lo
particularmente extraño de esta peculiaridad de los terráqueos consiste en que
aquellos que
pertenecen
a cualquiera de las sectas, jamás se llaman a sí mismos «sectarios», designación
ésta
considerada ofensiva, sino que sólo denominan «sectarios» a todos aquellos que
no
pertenecen
a su propia secta.
Y los
adeptos a cualquier secta sólo son sectarios para los demás seres, siempre que
carezcan
de «armas»
y «barcos», pues tan pronto como se apoderan de un número bastante grande de
estos
elementos, entonces, lo que había sido una secta más, se convierte de pronto en
la
religión
oficial.
Los seres
instalados en esta colonia y en muchas otras regiones de Perlandia se habían
convertido
en sectarios, difiriendo en ciertos puntos de aquella religión cuya doctrina,
como
ya te he
dicho, debí estudiar detalladamente durante mi permanencia en aquel país y que
se
conoció
más tarde con el nombre de «Budismo».
Estos
sectarios, que se denominaban a sí mismos autodomadores, surgieron debido a la
errónea
interpretación de la religión budista que, como ya te dije antes, era entendida
como un
«sufrimiento
en soledad».
Y era sólo
para lograr en sí mismos este famoso «sufrimiento» libres del obstáculo de
otros
seres
semejantes a ellos, por lo que estos seres con los cuales pasamos la noche, se
habían
instalado
tan lejos de su propio pueblo.
Pues bien,
querido niño; dado que todo cuanto supe aquella noche y pude comprobar más
tarde, al
día siguiente, de los adeptos de aquella secta, produjo en mí una impresión tan
penosa que
durante varios siglos terráqueos no pude dejar de recordarla sin lo que se
llama un
«sobresalto»
—sobresalto que sólo superé cuando pude esclarecer con toda certidumbre las
causas del
extraño carácter del psiquismo de éstos, tus favoritos—, deseo contarte con
todo
detalle lo
que entonces vi y oí.
Según se
desprendió de la conversación mantenida durante aquella noche, antes de la
emigración
de los adeptos de aquella secta hacia lugar tan desierto, ya habían ideado en
Perlandia
una forma especial de «sufrimiento», es decir, habían decidido establecerse en
lugares
inaccesibles, tales que los demás semejantes no pertenecientes a su misma
secta, y no
iniciados
en su «Arcano», no pudiesen estorbar sus actividades tendentes a procurarles
aquel
«sufrimiento»
especial que habían ideado.
Cuando
tras largas búsquedas encontraron finalmente el lugar por donde nosotros
acertamos a
pasar
—lugar particularmente adecuado para su propósito— emigraron, dotados ya de una
sólida
organización y asegurados materialmente, junto con sus familias, alcanzando, no
sin
grandes
dificultades, aquel paso casi inaccesible a sus compatriotas ordinarios; la
comarca en
cuestión,
fue denominada en un principio, según te dije, «Sincratorza».
En un
primer momento, mientras se establecían todos juntos en aquel nuevo lugar, se
hallaban
más o
menos de acuerdo entre sí; pero cuando comenzaron a llevar a la práctica
aquella forma
especial
de «sufrimiento» que habían ideado, sus familias y en particular, sus mujeres,
enteradas
de lo que aquella forma especial de sufrimiento significaba, se rebelaron
ruidosamente,
de todo lo cual resultó una escisión.
Este cisma
había tenido lugar poco tiempo antes de nuestro encuentro con ellos y en el
momento en
que llegamos a Sincratorza, ya comenzaban a emigrar gradualmente hacia otros
lugares,
recientemente descubiertos, y que eran aún más adecuados que el anterior, para
el
género de
vida por ellos perseguido.
Para que
comprendas claramente lo que he de decirte a continuación, deberás conocer
primero
la causa
fundamental del cisma producido entre estos sectarios.
Parece ser
que los jefes de la secta, cuando todavía se hallaban en Perlandia, se habían
puesto
de acuerdo
entre sí, para alejarse de sus semejantes, comprometiéndose a no detenerse ante
nada para
alcanzar sus objetivos, esto es, la liberación de las consecuencias derivadas
de aquel
órgano del
cual había hablado el Divino Maestro, San Buda.
Se incluía
en este acuerdo que habrían de vivir de cierta manera, hasta la destrucción
final de
su cuerpo
planetario o, como ellos dicen, hasta su muerte, a fin de que esta forma
especial de
vida
purificase su «alma», para decirlo con la expresión terráquea, de todas las
excrecencias
extrañas
originadas por la presencia, en otro tiempo, del órgano Kundabuffer, de cuyas
consecuencias,
según San Buda les había explicado, se habían liberado sus antecesores,
adquiriendo
de este modo la posibilidad, según las palabras del Maestro, de volver a
fusionarse
con el Omniabarcante Prana Sagrado.
Pero
cuando —como ya dije— una vez establecidos, comenzaron a poner en práctica
aquella
forma de
«sufrimiento» que habían inventado, y sus mujeres, enteradas de su verdadera
naturaleza,
se rebelaron, muchos de ellos, bajo la influencia de sus mujeres, se negaron a
cumplir
las
obligaciones que sobre sí habían tomado cuando todavía residían en Perlandia,
siendo
así que la
colonia se dividió, finalmente, en dos grupos independientes.
A partir
de entonces, estos sectarios, llamados en un primer momento «los
autodomadores»,
comenzaron
ahora a designarse por otros nombres diversos; aquellos autodomadores que
permanecieron
fieles a las obligaciones que habían tomado sobre sí antes de emigrar, se
llamaron
«Ortodoshydooraki»
en tanto que los demás, es decir, los que habían renunciado a los
diversos
compromisos contraídos en la tierra natal, se llamaron «Katoshkihydooraki».
En el
tiempo de nuestra llegada a Sincratorza, los sectarios llamados
«Ortodoshydooraki»
poseían lo
que se llama un «monasterio», perfectamente organizado, ubicado no muy lejos
del
lugar en
que originalmente se habían instalado, y en él se llevaba a cabo aquella forma
especial
de sufrimiento por ellos concebida.
Al
reanudar la marcha al día siguiente, tras una noche de reposo, pasamos muy
cerca del
monasterio
de estos sectarios de la religión budista, defensores de la doctrina
«Ortodoshydooraki».
A esa hora
del día solíamos hacer un alto para dar de comer a nuestros servidores
cuadrúpedos,
de modo que pedimos a los monjes que nos permitieran alojarnos en su
monasterio.
Por
extraño e insólito que parezca, los seres que allí se alojaban, conocidos por
el nombre de
monjes, no
rehusaron nuestra petición objetivamente justa, sino que, inmediatamente, y sin
la
menor
«vacilación», propia en los lugares de los monjes de todas las doctrinas y de
todas las
épocas,
nos admitieron sin reparo alguno.
De modo
pues que, acto seguido, nos hallábamos en el mismísimo centro de la esfera de
los
arcanos de
esta doctrina, esfera ésta que, desde el comienzo mismo de su surgimiento, los
seres del
planeta Tierra lograron ocultar con suma habilidad incluso a la observación de
los
Individuos
dotados con la Razón Pura.
En otras
palabras, se hallaban dotados de una particular habilidad para dar vuelta a
todas las
cosas a su
antojo y convertirlas, de una u otra manera, en lo que ellos llaman un
«misterio», y
tan
perfectamente esconden este misterio de sus semejantes por toda suerte de
medios, que
incluso
los seres de Razón Pura no pueden penetrar en él.
El
monasterio de la secta Ortodoshydooraki de la religión budista, ocupaba una
vasta plaza en
torno a la
cual se había construido una sólida pared a manera de protección de todo lo que
en
ella se
encerraba, tanto de los seres tricerebrados como de otros seres salvajes de
formas
diversas.
En el
centro de este enorme recinto cerrado había un gran edificio, también de
sólidas bases,
que
constituían la parte principal del monasterio.
En una
mitad de este vasto edificio se desarrollaba la existencia ordinaria de los
monjes, y en
la otra,
se llevaban a cabo las prácticas especiales características, precisamente, de
la creencia
sustentada
por los adeptos de esta secta, y que para los demás eran misterios cuyo secreto
desconocían.